Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 20 de diciembre de 2016

PARTITURA PARA ESTE FINAL DEL OTOÑO (X) (Y última)



No estaban muertas. Las hojas no estaban muertas. Las notas, aunque silenciosas, hacían música. Otra mirada al lado, a la contradicción de lo que entonces fue babel y ahora orden y sosiego, en la constelación de hojas, de notas, dispersas, aglutinadas en el suelo del parque infantil, como si algún demiurgo espolvoreara flores en una hora herida de ocaso, como si en el cielo negro e infinito las estrellas se llenaran de sol. No estaban muertas, solo pretendían guiarme más allá de los rudimentos del ritmo y de la melodía. A lo mejor, como si me encontrara absorbiendo una determinada energía universal o la música del cosmos dentro de esos puntales del tobogán en trasunto del crómlech megalítico de Stonehenge, a que profundizara en las armaduras de clave de la partitura, del otoño, o a cuanto era mi búsqueda de la belleza por esta plaza prodigiosa.

A un lado, en el espacio longitudinal entre el parque infantil y el escalón a los bancos de piedra y algunos hierros sublimados, se acumulaban las hojas, las notas, en una cascada congelada de “almohadillas” y “b” minúsculas, de sostenidos y bemoles ocupando la izquierda de la plaza, la izquierda de la cabeza de las notas, las de las hojas plegadas hacia dentro como si tocaran con medio paso más agudo, un sostenido, o medio paso más grave, un bemol, todas arrastradas hasta allí y acopiadas por el viento. Y éstas, idénticas a las del piano, quizás más desteñidas a las que abarcaban la escala de do de color blanco, o las del piano que acompañaba a un solitario saxofón, como si reptaran esquivando las zonas de penumbra, construían un ritmo con notas de color negro; como ese piano que intercalase entre la nota do y la re una tecla negra o un tono completo o entero, o tal vez como esa hoja más amarilla que aquella otra, en una distancia un poco más larga a las de las otras o, desde su relación cromática, un semitono entre do y la tecla negra. En resumidas cuentas, la diferencia entre unas hojas mostradas en su envés de las que lo hacían por su haz. Sencillo. Si bien la complicación surgía con su estructura o acaso yo no improvisaba como se me requería.

De esta manera, si trepaba mi mirada por la escala de notas o chorro de hojas desde donde estaba, casi en una de las escalinatas de entrada, hacia el otro lateral de la plaza en Ruedo Alameda, o viceversa, lograba percibir un sostenido al ascender la vista, esa alusión a la almohadilla que escribiera el toque de do a re pasando por una tecla negra o do#, o un bemol al descender mi ojeada o rasgueara su “b”. Y es que algunas hojas que mantenían la frescura de los colores verdes de estaciones menos frías o más radiantes, u optimistas, o instintivas, más visibles y excepcionales en mi vistazo ascendente, o musicalmente con el uso de un reb en lugar de un do#, la notación, pues, se haría con un becuadro (), el de la anulación o la vuelta al origen y con el que facilitar la comodidad e identificación de mi oído entre tantos bemoles y sostenidos esparcidos por ese fiero arroyo de hojas. Acúmulo de notas para entender la partitura de este final del otoño o, particularmente, la musiquilla que en esos momentos me llegaba o se introducía por todos mis poros.

La melodía, diría un blues, determinaba el uso de terceras, quintas y séptimas disminuidas (las “notas blue”) de la escala mayor correspondiente, las cuales reemplazarían de querer a los tonos (notas) naturales de las escalas o simplemente añadirlas. Bastaba con que prestara atención, mayor o rigurosa, a la catarata ígnea y descubrir en la partitura de este blues su característica escala pentatónica menor, o a lo que conjeturaban las hojas más oscuras o terceras disminuidas suplantando a las ocres, más oscuras o terceras naturales; y levantando la mirada y aguzando el oído, las séptimas disminuidas a las séptimas naturales y las quintas disminuidas añadidas entre las cuartas y las quintas naturales. Hojas armadas en la sintonía de un perfecto blues.

¿Cuál?

De lo que no me cabía duda, pensaba deslumbrado por el centelleo de la cal en un fondo de casas y clausuras, de puertas oscuras con puntadas de clavos dorados, como si tras un fingido despiste me dejara sorprender por unos acordes a los que aún no cogía su ritmo o a los que solo esperaba, era que podía partir de cualquier nota u hoja para comenzar una escala; incluso para tocar una escala mayor no bastaba con ajustarme a pulsar las teclas blancas de mi particular piano, o de mi piano que acompañaba a un solitario saxo, en lo que se denominaría la “escala modal”, sino que podía coger ocho de aquellas hojas, auscultarlas, convertirlas en teclas blancas, y hacer música, comenzando por un tono de do o lo que vendría a ser una escala de do mayor. Algo así a lo que la brisa con deje pedagógico diría con un “está en clave de do”, o lo que le pareciera, y en su empeño de acumular la hojarasca en esa parte alargada de la partitura de la Alameda. La escala básica de comienzo en do, la que comprende las hojas más o menos doradas, más o menos resecas, más o menos irrigadas, con sus notas do, re, mi, fa, sol, la, si, do. La partitura que permitía cualquier versión para instrumentos en Do, Si bemol, Mi bemol y Do grave (clave de Fa). Prefería, no obstante, y con ello daba oídos al saxo acompañado por el piano, el 4x4 del compás de estos blues: cada acorde tocado cuatro veces con pulso regular, elegante, sobrio, que todavía exigía un toque “swing”, “Do, Do-Mib-Fa-Fa#-Sol-Sib-Do”. Sea como sea, echaba muy en falta al compositor, al director de orquesta o al ángel con su rastro de vacías nostalgias y del que entonces supe era negro.

Por otro lado, aún esperaba y observaba en las hojas diseminadas sobre el tapiz que una vez fue mullido de los artificios recreativos, la distancia más definida de sus pasos enteros, los medios pasos o semitonos entre las mi y fa, si y do, las mismas que se daban en cualesquiera de sus escalas mayores (entero-entero-medio-entero-entero-entero-medio), con su conjunto de sostenidos o bemoles, por supuesto. Si bien, en esta precisa circunstancia, escribía y tañía en mi ser la de otra melodía y porque tenía que ser esta: Jazz o blues, o ambos. No, no podía ser de otro modo o con ninguna otra. Y así insistía la música, en aquella otra fa# en la parte superior, entre los bancos, junto a la baranda de hierro que demarcaba la alameda de la calle, en su relación idónea, en su directriz genuina, la cual subía “fa” en un semitono si era preciso o según se encontrara a medio paso del tono de “sol”, por caso, y en vez de un paso entero. Tocaba un blues. Un blues menor de 12 compases, de C# menor. Jazz o blues, o ambos.

“Equinox” de John Coltrane.

No, no quería complicarme (ni complicaros) con armaduras ni otras grafías en la partitura de este final del otoño, y aunque éstas se crearon para sortear desarreglos y para condescender a una ojeada más asequible, solo codiciaba llevarme por la magia, por la belleza de este “Equinox” de John Coltrane. A partir de su dinámica particular, su música o su voz comprendidos o asumidos en el ritmo de las hojas doradas, de la métrica o lo que venía a ser su alma, el alma de la música y de la plaza, también de la razón, o el cálculo de las notas y claves de acuerdo a la estación, a la noche, al día. La voz del otoño o la vibración que en esos momentos me hacía zarandear y entregarme a la soledad húmeda y voluptuosa de la noche.

No, no quería complicarme (ni complicaros) con la estructura de un blues que establecía su férrea vinculación con la memoria heroica del lugar. De hecho, a los lamentos y gritos de los esclavos negros mientras trabajaban y sobrevivían y enhebraban la sustancia del Jazz, oía, sentía cómo éstos se acoplaban a la epopeya de las armas, de la guerra, de las culturas mahometanas, cristianas… que hollaron esta fértil tierra. Lucha, tensiones, hitos de una memoria musical, y genética, que llegó y que reforzó, más en los solos, los músicos bebop, los guerreros ismailíes y cruzados, los agricultores y ganaderos de un pueblo, de este barrio honesto, sencillo, con fuerza a pesar de su apatía, con una vitalidad intensa, incluso agresiva en la defensa de su espacio, de su lugar, sus raíces, su substancia. Ritmo cíclico de la sintonía o banda original de un lugar que establecía, precisamente, la armonía y melodía con la épica de una “llamada y respuesta”.

Por tanto, dejé aparcado mi interés en la rectitud de una composición musical para este final del otoño que, por forma, era un blues menor; por estilo, hard bop o un retorno del jazz a sus orígenes, con especial acento en la energía y la espontaneidad de su cadencia; menor por II-V-I, menor por colores; C- por tono; por ritmo, swing, aquel que variaba entre compases de 4/4 o cuatro negras por compás o 2/4 o dos negras por compás, repetitivo; fraseando un par de notas o un par de esas hojas corcheas más agostadas o más pálidas, o con la misma duración de su otoño; por familia, de acordes diatónicos y dominantes sustitutos…; por el acorde, tónica menor (I-, I-6, I-7, o esa progresión de acordes 8, 9, 16…); los 12 compases; tónica I, Subdominante IV y Dominante V...

No, nada más codiciaba la melodía, su armonía e improvisación, tocadas con esos acordes más amarillos en sus enveses radiantes, con séptima o superponiendo tres terceras mayores o menores en sus haces; o en esa dispersión caótica pero que era ordenada por la superficie de los juegos infantiles, o de la gran riqueza armónica de la acumulación de hojas en el bordillo longitudinal de la explanada; por ser en la noche otoñal y oscura, penetrante como el humo de los ciscos, de candelas en los hogares. Y antes dije por su voluptuosidad, sí, magnetizado de su ritmo seductor, sensual, como si empezara a descubrir la vida en toda su desnudez y complejidad.

La partitura para una música que solo veía interpretada por la hojarasca estirada en la Alameda. Un blues para este final del Otoño.


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Final para los doce compases:

La serenidad, la templanza, otro libro que leo sentado en los poyetes de esta Alameda San Francisco de Ronda, otro pensamiento que escribo en el móvil, otro sentimiento que esbozo en mi diario, que brota tras un parpadeo en la clara pantalla del ordenador. Ahora. Y tal como viene, tarde, se marcha, pronto. Igual a este otoño apenas insinuado y ya evocado. No puedo buscar lo simple, no puedo, solo lo recargado como el estallido de estos colores, la humildad que me hace ser leal con mi entorno, a preservarlo y adorarlo, comprometido en reconocer su música; aunque no consiga bailarla o cantarla, pero sí a quererla, a rondar la plaza, a amar la huella de su otoño que jamás será herida y seguro semilla para la esperanza. Solo quiero escribir más sobre el otoño, oír nuevas composiciones musicales subrayadas en el pentagrama de la hojarasca en la alameda franciscana, sentir las caricias del día o los aprecios de la noche con la fisonomía de pálidos escalofríos de fascinación y estremecimiento. La partitura a partir de la cual inventaba y me reinventaba con otras nuevas, y a través de las que siempre han sido y serán imágenes de la Alameda, estampas de su esencia inmortal, de aquella que nos permite soñar con cosas que ni a imaginarse alcanzarían, como tramas fantásticas que despliegan subtramas fantásticas y éstas a otras, y a otras, a otras... hasta el infinito de la fantasía de la belleza. Las hojas doradas, las notas de la música de otoño, profusas y abrumadoras, las que de tener límites nunca los conoceremos. Las hojas amarillas, las notas de música, las mariposas de aleteos caídos que arden en la mañana, en la noche, indemnes a una lluvia de cenizas que no puede apagar su ardor, su color, su voz. Este es el mejor tiempo para los soñadores. Sin duda. El mejor tiempo para recordarlo. Con melancolía. El único tiempo en el que de mis ojos caen las hojas secas y suenan como una melodía de otoño para solo decir… hasta luego.

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