No estaban muertas. Las hojas no
estaban muertas. Las notas, aunque silenciosas, hacían música. Otra mirada al
lado, a la contradicción de lo que entonces fue babel y ahora orden y sosiego,
en la constelación de hojas, de notas, dispersas, aglutinadas en el suelo del
parque infantil, como si algún demiurgo espolvoreara flores en una hora herida
de ocaso, como si en el cielo negro e infinito las estrellas se llenaran de
sol. No estaban muertas, solo pretendían guiarme más allá de los rudimentos del
ritmo y de la melodía. A lo mejor, como si me encontrara absorbiendo una
determinada energía universal o la música del cosmos dentro de esos puntales
del tobogán en trasunto del crómlech megalítico de Stonehenge, a que profundizara
en las armaduras de clave de la partitura, del otoño, o a cuanto era mi
búsqueda de la belleza por esta plaza prodigiosa.
A un lado, en el espacio
longitudinal entre el parque infantil y el escalón a los bancos de piedra y
algunos hierros sublimados, se acumulaban las hojas, las notas, en una cascada
congelada de “almohadillas” y “b” minúsculas, de sostenidos y bemoles ocupando
la izquierda de la plaza, la izquierda de la cabeza de las notas, las de las
hojas plegadas hacia dentro como si tocaran con medio paso más agudo, un sostenido,
o medio paso más grave, un bemol, todas arrastradas hasta allí y acopiadas por
el viento. Y éstas, idénticas a las del piano, quizás más desteñidas a las que abarcaban
la escala de do de color blanco, o las del piano que acompañaba a un solitario
saxofón, como si reptaran esquivando las zonas de penumbra, construían un ritmo
con notas de color negro; como ese piano que intercalase entre la nota do y la
re una tecla negra o un tono completo o entero, o tal vez como esa hoja más
amarilla que aquella otra, en una distancia un poco más larga a las de las
otras o, desde su relación cromática, un semitono entre do y la tecla negra. En
resumidas cuentas, la diferencia entre unas hojas mostradas en su envés de las
que lo hacían por su haz. Sencillo. Si bien la complicación surgía con su
estructura o acaso yo no improvisaba como se me requería.
De esta manera, si trepaba mi
mirada por la escala de notas o chorro de hojas desde donde estaba, casi en una
de las escalinatas de entrada, hacia el otro lateral de la plaza en Ruedo
Alameda, o viceversa, lograba percibir un sostenido al ascender la vista, esa
alusión a la almohadilla que escribiera el toque de do a re pasando por una
tecla negra o do#, o un bemol al descender mi ojeada o rasgueara su “b”. Y es
que algunas hojas que mantenían la frescura de los colores verdes de estaciones
menos frías o más radiantes, u optimistas, o instintivas, más visibles y
excepcionales en mi vistazo ascendente, o musicalmente con el uso de un reb en lugar de un do#, la notación, pues,
se haría con un becuadro (♮), el de la
anulación o la vuelta al origen y con el que facilitar la comodidad e
identificación de mi oído entre tantos bemoles y sostenidos esparcidos por ese fiero
arroyo de hojas. Acúmulo de notas para entender la partitura de este final del
otoño o, particularmente, la musiquilla que en esos momentos me llegaba o se
introducía por todos mis poros.
La melodía, diría un blues,
determinaba el uso de terceras, quintas y séptimas disminuidas (las “notas
blue”) de la escala mayor correspondiente, las cuales reemplazarían de querer a
los tonos (notas) naturales de las escalas o simplemente añadirlas. Bastaba con
que prestara atención, mayor o rigurosa, a la catarata ígnea y descubrir en la
partitura de este blues su característica escala pentatónica menor, o a lo que conjeturaban
las hojas más oscuras o terceras disminuidas suplantando a las ocres, más
oscuras o terceras naturales; y levantando la mirada y aguzando el oído, las
séptimas disminuidas a las séptimas naturales y las quintas disminuidas añadidas
entre las cuartas y las quintas naturales. Hojas armadas en la sintonía de un
perfecto blues.
¿Cuál?
De lo que no me cabía duda, pensaba
deslumbrado por el centelleo de la cal en un fondo de casas y clausuras, de
puertas oscuras con puntadas de clavos dorados, como si tras un fingido
despiste me dejara sorprender por unos acordes a los que aún no cogía su ritmo
o a los que solo esperaba, era que podía partir de cualquier nota u hoja para
comenzar una escala; incluso para tocar una escala mayor no bastaba con ajustarme
a pulsar las teclas blancas de mi particular piano, o de mi piano que
acompañaba a un solitario saxo, en lo que se denominaría la “escala modal”,
sino que podía coger ocho de aquellas hojas, auscultarlas, convertirlas en
teclas blancas, y hacer música, comenzando por un tono de do o lo que vendría a
ser una escala de do mayor. Algo así a lo que la brisa con deje pedagógico
diría con un “está en clave de do”, o lo que le pareciera, y en su empeño de
acumular la hojarasca en esa parte alargada de la partitura de la Alameda. La
escala básica de comienzo en do, la que comprende las hojas más o menos
doradas, más o menos resecas, más o menos irrigadas, con sus notas do, re, mi,
fa, sol, la, si, do. La partitura que permitía cualquier versión para
instrumentos en Do, Si bemol, Mi bemol y Do grave (clave de Fa). Prefería, no
obstante, y con ello daba oídos al saxo acompañado por el piano, el 4x4 del
compás de estos blues: cada acorde tocado cuatro veces con pulso regular,
elegante, sobrio, que todavía exigía un toque “swing”, “Do,
Do-Mib-Fa-Fa#-Sol-Sib-Do”. Sea como sea, echaba muy en falta al compositor, al
director de orquesta o al ángel con su rastro de vacías nostalgias y del que
entonces supe era negro.
Por otro lado, aún esperaba y observaba
en las hojas diseminadas sobre el tapiz que una vez fue mullido de los
artificios recreativos, la distancia más definida de sus pasos enteros, los
medios pasos o semitonos entre las mi y fa, si y do, las mismas que se daban en
cualesquiera de sus escalas mayores (entero-entero-medio-entero-entero-entero-medio),
con su conjunto de sostenidos o bemoles, por supuesto. Si bien, en esta precisa
circunstancia, escribía y tañía en mi ser la de otra melodía y porque tenía que
ser esta: Jazz o blues, o ambos. No, no podía ser de otro modo o con ninguna
otra. Y así insistía la música, en aquella otra fa# en la parte superior, entre
los bancos, junto a la baranda de hierro que demarcaba la alameda de la calle,
en su relación idónea, en su directriz genuina, la cual subía “fa” en un
semitono si era preciso o según se encontrara a medio paso del tono de “sol”,
por caso, y en vez de un paso entero. Tocaba un blues. Un blues menor de 12
compases, de C# menor. Jazz o blues, o ambos.
“Equinox” de John Coltrane.
No, no quería complicarme (ni
complicaros) con armaduras ni otras grafías en la partitura de este final del
otoño, y aunque éstas se crearon para sortear desarreglos y para condescender a
una ojeada más asequible, solo codiciaba llevarme por la magia, por la belleza
de este “Equinox” de John Coltrane. A partir de su dinámica particular, su
música o su voz comprendidos o asumidos en el ritmo de las hojas doradas, de la
métrica o lo que venía a ser su alma, el alma de la música y de la plaza, también
de la razón, o el cálculo de las notas y claves de acuerdo a la estación, a la
noche, al día. La voz del otoño o la vibración que en esos momentos me hacía zarandear
y entregarme a la soledad húmeda y voluptuosa de la noche.
No, no quería complicarme (ni complicaros)
con la estructura de un blues que establecía su férrea vinculación con la
memoria heroica del lugar. De hecho, a los lamentos y gritos de los esclavos
negros mientras trabajaban y sobrevivían y enhebraban la sustancia del Jazz, oía,
sentía cómo éstos se acoplaban a la epopeya de las armas, de la guerra, de las
culturas mahometanas, cristianas… que hollaron esta fértil tierra. Lucha,
tensiones, hitos de una memoria musical, y genética, que llegó y que reforzó,
más en los solos, los músicos bebop, los guerreros ismailíes y cruzados, los agricultores
y ganaderos de un pueblo, de este barrio honesto, sencillo, con fuerza a pesar
de su apatía, con una vitalidad intensa, incluso agresiva en la defensa de su
espacio, de su lugar, sus raíces, su substancia. Ritmo cíclico de la sintonía o
banda original de un lugar que establecía, precisamente, la armonía y melodía con
la épica de una “llamada y respuesta”.
Por tanto, dejé aparcado mi interés
en la rectitud de una composición musical para este final del otoño que, por
forma, era un blues menor; por estilo, hard bop o un retorno del jazz a sus
orígenes, con especial acento en la energía y la espontaneidad de su cadencia;
menor por II-V-I, menor por colores; C- por tono; por ritmo, swing, aquel que
variaba entre compases de 4/4 o cuatro negras por compás o 2/4 o dos negras por
compás, repetitivo; fraseando un par de notas o un par de esas hojas corcheas
más agostadas o más pálidas, o con la misma duración de su otoño; por familia,
de acordes diatónicos y dominantes sustitutos…; por el acorde, tónica menor (I-,
I-6, I-7, o esa progresión de acordes 8, 9, 16…); los 12 compases; tónica I,
Subdominante IV y Dominante V...
No, nada más codiciaba la melodía, su
armonía e improvisación, tocadas con esos acordes más amarillos en sus enveses
radiantes, con séptima o superponiendo tres terceras mayores o menores en sus
haces; o en esa dispersión caótica pero que era ordenada por la superficie de
los juegos infantiles, o de la gran riqueza armónica de la acumulación de hojas
en el bordillo longitudinal de la explanada; por ser en la noche otoñal y
oscura, penetrante como el humo de los ciscos, de candelas en los hogares. Y
antes dije por su voluptuosidad, sí, magnetizado de su ritmo seductor, sensual,
como si empezara a descubrir la vida en toda su desnudez y complejidad.
La partitura para una música que
solo veía interpretada por la hojarasca estirada en la Alameda. Un blues para
este final del Otoño.
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Final para los doce compases:
La serenidad, la
templanza, otro libro que leo sentado en los poyetes de esta Alameda San
Francisco de Ronda, otro pensamiento que escribo en el móvil, otro sentimiento
que esbozo en mi diario, que brota tras un parpadeo en la clara pantalla del
ordenador. Ahora. Y tal como viene, tarde, se marcha, pronto. Igual a este
otoño apenas insinuado y ya evocado. No puedo buscar lo simple, no puedo, solo
lo recargado como el estallido de estos colores, la humildad que me hace ser leal
con mi entorno, a preservarlo y adorarlo, comprometido en reconocer su música; aunque
no consiga bailarla o cantarla, pero sí a quererla, a rondar la plaza, a amar la
huella de su otoño que jamás será herida y seguro semilla para la esperanza.
Solo quiero escribir más sobre el otoño, oír nuevas composiciones musicales subrayadas
en el pentagrama de la hojarasca en la alameda franciscana, sentir las caricias
del día o los aprecios de la noche con la fisonomía de pálidos escalofríos de
fascinación y estremecimiento. La partitura a partir de la cual inventaba y me reinventaba
con otras nuevas, y a través de las que siempre han sido y serán imágenes de la
Alameda, estampas de su esencia inmortal, de aquella que nos permite soñar con
cosas que ni a imaginarse alcanzarían, como tramas fantásticas que despliegan
subtramas fantásticas y éstas a otras, y a otras, a otras... hasta el infinito
de la fantasía de la belleza. Las hojas doradas, las notas de la música de
otoño, profusas y abrumadoras, las que de tener límites nunca los conoceremos.
Las hojas amarillas, las notas de música, las mariposas de aleteos caídos que
arden en la mañana, en la noche, indemnes a una lluvia de cenizas que no puede
apagar su ardor, su color, su voz. Este es el mejor tiempo para los soñadores. Sin
duda. El mejor tiempo para recordarlo. Con melancolía. El único tiempo en el
que de mis ojos caen las hojas secas y suenan como una melodía de otoño para solo
decir… hasta luego.
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