Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 16 de octubre de 2017

CONJUNCIÓN DE VERTICALIDADES ESENCIALES



Montaña, iglesia y árbol. Grazalema. No ha sido hasta hoy lunes cuando, inesperadamente, he puesto palabras a la sensación instalada muy adentro de mí ayer, domingo, por la tarde, en la villa gaditana jamas cansada de los ininterrumpidos festejos y acaso solo de la persistencia seca y áurea, la del agostamiento paisajístico en un lugar idílico de aguas que con profusión caían de los cielos. Menos mal que el circo de montañas, mayor en esa hora crepuscular y quebrada, imponía la lógica de unos azules y añiles conformes al otoño, o a este "veroño", o verano viejo, entre las masas forestales siquiera más opacas, más deslustradas como esas filigranas cubiertas por un polvo de siglos. Vivos alcornocales, pinos, encinas... sin evitar el dolor e indignación por las incendiarias tragedias en Galicia y Portugal. Vida. Letras para esta imagen en un anochecer fascinante, despierta de la rutina de los ocios dominicales, a la que me apresuré en inmortalizar con la cámara del móvil, en retener para siempre o hasta el develamiento de su hermoso misterio, y de la que entonces no supe el porqué para explicar o al menos justificar mi alteración interior. Un porqué que comenzó a desenvolverse esta mañana, en Ronda, con un párrafo casual, tras abrir con indolencia y casualidad un libro de gruesas y cuarteadas tapas, y como podía haber sido cualquiera de tantos otros que suplicantes se apilaban en una raída mesa también, al igual que todo en aquella nave o antro de recuerdos despreciados, de saldo de segunda mano, unas frases casuales y leídas con mecanismo involuntario y que decían: «Signo de verticalidad, puente entre lo bajo y lo alto, la función de la montaña consiste en comunicar las dimensiones terrestre y celeste. Semejante a un atanor alquímico, la ascensión realiza la mutación del plomo en oro puro. Las revelaciones acontecen sobre las cumbres». Impresión. Miedo. Nada sabía del libro, por supuesto, ni de su autora, Marie-Madeleine Davy, solo del hormigueo interno al entretejer el sugerente párrafo con la foto y con el instante excepcional acontecido en la víspera. Además de la luz, del intrínseco entendimiento, la afinidad de aquel conmigo, la corporeidad para la conmoción tras esa sutil arquitectura narrativa. El milagro, tal vez, o la fe transmutada en signos, en una ortografía del alma para responder a esta escena captada en la trasera de la iglesia parroquial de Ntra. Sra. de la Encarnación, ahora casi un espacio agotado,  salvo para los estacionamientos, de abandonado escenario de película con desmanteladas maquetas de edificios, desgarradas de retales por los ecos de las fiestas, cumplida su función durante el fin de semana pasado cuando se celebró la XI edición de una recreación histórica, "Sangre y Amor en la Sierra", en memoria del bautizo del hijo de uno de los más famosos bandoleros andaluces, José María Hinojosa "El Tempranillo". Allí quedé, detenido, impresionado, sugestionado por las últimas brazadas de un sol que lamía la cumbre de la imponente atalaya, absorbiendo inclusive el fulgor de la cal de la iglesia para exhalar un bostezo grisazulado, y tal si con estas despertara un sueño dormido, recordé la metáfora u otro de los sueños de mi hija Inés cuando recorríamos este abrupto anfiteatro rocoso: "Creo que estas rocas, los altos riscos, son extinguidos dinosaurios, los que por un sortilegio hacedor, nigromante, quedaron petrificados en montañas a la espera de renacer en el fin de los tiempos". Interesante ficción épica, auspiciada por el ocaso y de la que deseo mi hija trace, sin duda con bastante mejor pericia que yo, con mayor inteligencia, claridad y dejaré a un lado la oportunidad de mis consuelos adjetivos, en una de sus narraciones inquietas. Tazieff, Inés, acertadas y "causales" referencias literarias cómplices de mi despertar onírico, conjugaron el triángulo, ¿mítico?, entre la sobrecogedora colina, el templo y el árbol de una naturaleza primaria, instintiva, virgen. Y solo hoy, a pesar del embotamiento causado por este incómodo viento de levante, he entendido la emoción de ese momento, de la instantánea abducida en el pueblo, de una mística ancestral solo posible aquí, allá, en Grazalema. Un sentimiento,  o una necesidad, de atender, de afinar, de extrapolar, de hacer más cercano el sentido de la existencia, de la esencia universal, divina, mágica, eterna, extraordinaria y según la queramos comprender y experimentar, la que nos envuelve y nos llama a tenerla en cuenta. La esencia atesorada y desprendida con derroche por estas montañas, albergada e imitada en parte abajo en el templo de religión como útero cósmico, susurrada por los árboles, en un credo  para permitir, abrazar la trascendencia o experiencia espiritual de quien así se abra a la misma; la que de otra manera, más intensa, más atractiva, más satisfactoria, se toca, se bebe, se impregna con ella, la que sangra con sudor y lágrimas, con humedad y nobleza, con sonrisas felices en  búsquedas, tránsitos, en sus intrincados caminos, en sus escarpadas trochas, en sus senderos que recorren la tierra, la historia, la tradición y las fantasías, en el encuentro con esos pequeños detalles, incluso o al fin y al cabo con nosotros mismos, dentro de la enormidad de una realidad natural estremecedora. El sentimiento de libertad. La mirada confiada en este espejo del universo, de montaña, iglesia y árbol en Grazalema. 

(c) F.J. Calvente. 

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